Marcha por el feminicidio de Ingrid Escamilla, 14 de febrero de 2020. Foto: Quetzalli Nicte Ha González

Por Silvia L. Gil

Publicado como introducción en el libro Horizontes del feminismo: conversaciones en un tiempo de crisis y esperanza. México: Bajo Tierra Ediciones; Traficantes de sueños, 2022.

Este libro pretende ser un mapa de los problemas filósófico-políticos de los feminismos contemporáneos. ¿Cómo pensar la revuelta feminista? ¿Qué preguntas y desafíos plantean las voces del Sur? ¿Cómo se reconfiguran los escenarios políticos cuando lo inaudible impone ser escuchado? ¿Cómo pensar las violencias en su multiplicidad y concatenación? ¿Quién es el sujeto del feminismo? ¿Cómo se está reinventando la justicia? ¿Es posible una política de lo común que no diluya las diferencias? ¿Qué otras representaciones de lo humano están siendo disputadas? De las distintas voces entretejidas a lo largo de estas páginas emergen reflexiones de interés no sola para los feminismos, sino para todos aquellos impulsos organizativos que intentan reconstruir los pedazos de este mundo hecho añicos e insisten preguntando ¿cómo es que llegamos aquí?
Alrededor de estas preguntas, Silvia L. Gil abre una conversación con mujeres y esfuerzos colectivos imprescindibles: Francesca Gargallo, Guiomar Rovira, Raquel Gutiérrez, Sylvia Marcos, Márgara Millán, Araceli Osorio, Asamblea Vecinal Nos Queremos Vivas Neza, Hasta Encontrarles Ciudad de México y Mujeres Organizadas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, buscando entender la historia reciente de un mundo convulso y desgarrado por los últimos años de una guerra no declarada, pero abierta contra la vida en su conjunto. Una guerra que, con distintas declinaciones e intensidades, se extiende por todo el planeta. ¿Cómo volver a decir “nosotras” en un mundo-catástrofe donde lo común se ha convertido en contrasentido y en un verdadero desafío? La vulnerabilidad, lo sensible, las diferencias, la corporeidad, la potencia y el cuidado se despliegan a través del archivo visual con los trabajos fotográficos de María Ruiz, Quetzalli Nicte Ha González y Lizbeth Hernández y de las distintas conversaciones. Con estas imágenes y palabras emergen respuestas que reinventan la acción y organización políticas en un tiempo de crisis que reclama lenguajes y horizontes distintos.


I. Mirar la crisis de frente desde una filosofía viva

Estas conversaciones pueden ser tomadas como píldoras de esperanza de un mundo roto. Cuando una situación de crisis no puede ser velada por más tiempo, surge la imperiosa necesidad de saber hacia dónde dirigir las acciones que permitirían, realmente, recomponer los elementos para una vida con criterios ético-políticos radicalmente distintos. Para ello, necesitamos tanto diagnósticos atrevidos de este momento histórico, capaces de mirar desde los rincones más ocultos de la realidad, como imaginarios estimulantes de futuro. La filosofía resulta especialmente útil para ambas tareas, en la medida que interroga los fundamentos con vistas a producir otros artefactos de pensamiento. En tiempos de crisis puede impulsar el tránsito entre distintos mundos, sobre todo cuando apenas es posible percibir el horizonte hacia el que nos dirigimos. De hecho, el único futuro que alcanzamos a imaginar es más digno del apocalipsis que de cualquier otra cosa. Finalmente, Hollywood nos ha preparado durante décadas para asumir un destino de catástrofes ambientales, patógenos altamente mortales y contagiosos o escenarios de brutal violencia y desigualdad. La psique colectiva ha ido construyendo ese destino como un lugar inevitable, para el que debimos prepararnos desde hace tiempo con la certeza de que enfermedades, hambrunas o escasez de recursos harían de este planeta un lugar absolutamente inhóspito para la vida. La máxima de la indiferencia hacia el otro, “sálvese quien pueda”, estaría dando paso a otra basada en un antagonismo irreconciliable: “O tú o yo, pero aquí no hay sitio para todos”. Esta máxima de la escasez no puede ser contrarrestada negando la realidad tan difícil por la que transitamos, como si fuese posible abordar la crisis en términos de oportunidad, sea en el ámbito laboral —la posibilidad de reinventarse—, en el amor —vivir más experiencias— o en la política —la ocasión para que la gente despierte o desplegar una serie de reivindicaciones—. ¿Y si lo único que puede contrarrestar la crisis es asumirla completamente para afrontarla, no desde afuera, sino desde su interior, comprendiendo todas sus consecuencias? Es necesario mirar de frente la crisis en la que nos encontramos, para que la idea de un futuro esperanzador no sea una entelequia vacía sin anclaje alguno en la realidad de la inmensa mayoría, sino una fuerza que se encuentra presente ya en medio de la crisis. Es en este mundo-catástrofe, y no en otro lugar, donde nace la esperanza de la que tratan estas conversaciones. En ellas, el dolor y el afecto se entrelazan en formas verosímiles de transformación. Son formas verosímiles porque se proyectan más allá de lo existente, pero nunca dejan atrás la corporeidad, el sufrimiento, la contradicción y la heterogeneidad de las que surgen.

La filosofía ayuda a desentrañar los modos en que llegamos a ser lo que somos, permite radiografiar nuestras sociedades en la medida en que diagnostica y aprehende sus lógicas internas y sus condiciones de posibilidad; a problematizar donde sólo parecían existir hechos naturales; a crear conceptos con los que iluminar de un modo distinto lo que acontece, dando cabida a aquello impensado hasta el momento. La filosofía, por lo menos la filosofía que puede ser llamada “crítica”, en su capacidad de sospecha, ha expresado con valentía, en momentos históricos decisivos, su disconformidad con los discursos que tienden a imponerse como desarrollo natural del Ser. Si la filosofía desentraña e interroga los modos en los que llegamos a ser lo que somos —ontología del presente, en el sentido defendido por Michel Foucault—, cualquier pretensión de asentar un fundamento inamovible para la humanidad o el devenir de la historia sería, entonces, esencialmente contrario a la misma —lo que permite recuperar el sentido creativo de la ética y la política—. En esta segunda década del siglo XXI, cuando nuestro destino parecería estar grabado a fuego con gran fuerza, sin ninguna salida aparente más que la escasez, la violencia y la enfermedad, la tarea de la filosofía se hace urgente en su capacidad para remover cimientos. El compromiso con las mujeres, las minorías y los desposeídos del planeta de algunas filosofías, en especial de la filosofía feminista, han permitido llevar esta tríada, ontología–ética–política, más lejos que nunca. El efecto desestabilizador de este compromiso es múltiple: en lo que respecta a las categorías fundantes de la filosofía —Sujeto, Verdad, Razón y Ser—, abriendo paso a otra sensibilidad e imaginarios; en lo que respecta a su Historia, de la que han sido sistemáticamente apartadas las genealogías de las que las mujeres y las minorías son protagonistas; en lo que respecta a las preguntas políticas —¿qué le sucede al Estado, a la democracia, a la comunidad cuando aparecen la diferencia y el cuerpo?—; y, por último, por supuesto, en lo que respecta a qué entendemos por pensar, si un ejercicio de representación abstracta desde el que captar la verdad, realizado por un individuo aislado, o, en un sentido muy diferente, una sospecha de esas mismas representaciones, a sabiendas, además, de que pensar implica siempre una corporeidad y, por tanto, no es lo propio del individuo, sino una fuerza que remueve y llega incluso a violentar e incomodar. 

Es por eso que no nos interesa tanto el ámbito del que provienen las personas convocadas a estas conversaciones como el desafío abierto en su manera de pensar y de estar en el mundo, una vez que ambas dimensiones se vuelven inseparables. Por ese mismo motivo no existe distinción jerárquica entre las reconocidas autoras entrevistadas y las experiencias colectivas que hacen parte de este libro. Las preguntas que mueven estos diálogos no tienen que ver con conocer mejor una disciplina o mostrar la erudición de las autoras —la que, por otra parte, es ampliamente reconocida y no sólo en términos académicos—, sino con las maneras vitales, personales y colectivas con las que se piensa la crisis, qué resistencias, qué proyecciones y expectativas, qué planteamientos y miradas a niveles micro y macro, qué horizontes de futuro. Se trata de practicar una filosofía viva en la que lo más importante son las preguntas en su capacidad de sacudir y cuestionar la realidad. En esta práctica, ciertamente impura, transitamos entre disciplinas —sociología, historia, filosofía—, tiempos históricos y niveles distintos que pasan desde planos políticos globales hasta prácticas subjetivas. Aquí no se trata de imponer un paradigma determinado de antemano al que ajustar la realidad, sino de producir conocimiento inmanente a los procesos, en la medida en que todo ejercicio de pensamiento siempre nace de un cuerpo, un territorio, un tiempo histórico. Frente al creciente vaciamiento que sufre la producción intelectual en el marco de la extensión de la razón neoliberal y la especialización del conocimiento que condena cualquier mirada integradora y realmente preocupada por las preguntas amplias y generales propias de las humanidades, la filosofía viva apuesta por pensar nuestro presente en toda su complejidad, no para reproducir los esquemas que lo sostienen, sino para alentar su transformación.

En esta segunda década del siglo XXI, si algo sabemos es que la realidad se ha vuelto terriblemente cruel. La realidad ha superado las peores premoniciones que la crítica a la globalización capitalista puso sobre la mesa desde los años noventa, cuando auspiciaba los peligros del borrado de cualquier experiencia exterior a la movilización del capital, la catástrofe ecológica y la intensificación dramática de las desigualdades. Esa crítica ha sido llevada mucho más lejos por la propia implosión interna de este sistema, develando las contradicciones e injusticias sobre las que se sostenía. Sobre estas contradicciones e injusticias se forjó la promesa de una democracia capitalista que igualaría en términos de competencia y mercado. El famoso neoliberalismo de colores abrazaría la diversidad, produciendo una perniciosa ilusión de prosperidad (¿hacia dónde?) y de riqueza (¿de quiénes?, ¿en qué sentido?). Pero, en realidad, se trataba de un modelo injusto, soportado principalmente por determinados grupos sociales —indígenas, migrantes, trabajadoras y trabajadores precarios, sectores populares— y por los países del Sur global, hasta que la precariedad de las costuras de este arreglo no sólo no ha podido disimularse, sino que estalló por completo. Para las feministas y estos grupos sociales, este estallido no puede traer consigo la nostalgia del pasado, porque es en las estructuras que mantenían el antiguo mundo que se tejió la cadena silenciada de opresiones. Y tampoco existe complacencia alguna en el caos venidero, porque ahí las desigualdades y violencias se rearticulan en formas si cabe más perversas, como las que tienen lugar cuando el sujeto es despojado de los anclajes que lo estructuran. Cuando estos anclajes se pierden por completo, la desorientación, la violencia y la movilización constante de sí buscan ocupar su lugar, a veces con mayor o menor éxito, pero siempre produciendo un conjunto de malestares profundamente despotenciadores. Esta necesidad de huir tanto de la nostalgia como de la inercia destructora del capitalismo vuelve más necesaria aún la indagación filosófica feminista. Ésta puede permitir, a través de paradigmas más móviles, encarnados y colectivos, entender cabalmente en qué consiste esta realidad, así como las resistencias y alternativas que no obstante emergen en su interior. Una tarea que sólo puede realizarse sin miedo a poner en crisis —más aún— el fondo de lo que nos constituye y abordar preguntas imprescindibles: ¿qué nuevas representaciones de lo humano y del vivir emergen que no reproduzcan aquello que nos ata de manera consciente e inconsciente a esta realidad basada en la crueldad? Estas conversaciones intentan contribuir a esta pregunta, produciendo diagnósticos certeros, abriendo imaginarios y horizontes de esperanza en lugares insospechados. Dando pie, como tan bien sabe hacer el feminismo en sus múltiples formas, a una política de lo imposible.

II. Crisis y esperanza

La pregunta más difícil a la que se han enfrentado aquellas con quienes dialogamos en este libro es, posiblemente, la que tiene que ver con la esperanza: ¿dónde colocar hoy la esperanza? Tras la clausura de los grandes proyectos de emancipación, con la consecuente dificultad para pensar el cambio desde una óptica general, y con la extensión de nuevas formas de explotación y precariedad, parecería que la esperanza sólo puede darse de dos maneras. Por una parte, como añoranza de las utopías revolucionarias del siglo xx o como fe cuasireligiosa, donde la esperanza es desplazada hacia un mundo ideal, metafísico, generalmente inalcanzable —el mundo deseado siempre se encontraría más allá del que tenemos—. Por otra parte, esperanza como pasividad: se trata de esperar que la fortuna se vuelva de nuestra parte, una vez que el resto de apoyaderos han demostrado fallar de manera estrepitosa. Aquí habría triunfado, silenciosamente, el neoliberalismo: sólo cabe la salvación de unos cuantos agraciados. Sin embargo, ¿existen otras maneras de comprender la esperanza que no pasen ni por la resolución individual ni por la fascinación metafísica? 

Efectivamente, el término esperanza proviene del vocablo latín esperare: esperar. Sin embargo, la raíz spe remite a algo más, que puede resultar interesante pensar: expandirse y prosperar. Y comparte raíz, además, con otro vocablo latino, spatium, que significa “espacio existente entre dos tiempos distintos”, entre el tiempo en el que estamos y el tiempo hacia el que vamos. La esperanza se situaría entre ambos lugares. Por tanto, no se trata sólo de esperar en un sentido pasivo, sino de transitar. Y este tránsito implica un ejercicio, una acción, que supone, a su vez, una superación de los límites propios y, de este modo, una expansión: cuando se tiene esperanza nos expandimos más allá de nosotras y nosotros mismos. Este salir fuera de sí implica asumir un grado importante de incertidumbre: no existe garantía de que esa movilización traiga lo esperado y no lo inesperado. Entonces, tener esperanza no es sinónimo de pasividad, sino que implica un riesgo que nos vincula con nuestra propia capacidad para producir lo esperado.

La esperanza que recorre este libro es menos utopía metafísica que el desafío concreto de arrancar en este tiempo una posibilidad de vida diferente. No tiene que ver con una promesa de futuro, sino con aquello que nos compromete con nuestra capacidad aquí y ahora de construir algo distinto. No niega la trascendencia, sino que la piensa bajo otro prisma enraizado en la materia y lo sensible. ¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿Qué sería un horizonte colectivo deseable? ¿Cómo intervenir para hacerlo posible? ¿Qué capacidades creativas deben ser activadas? ¿Qué experiencias no siempre reconocidas proporcionan claves para esta tarea? La esperanza adquiere, entonces, su sentido más profundo en las diversas manifestaciones de las luchas actuales menos convencionales dentro de los paradigmas de la izquierda, entre ellas y, con especial vehemencia, las de las mujeres y comunidades indígenas, productoras históricas de vida común. Encontramos, en estas conversaciones, una apuesta por aprender a comprender la política de otro modo, en el que apreciar las diversas formas en que las sociedades no sólo se adecuan y someten a las dinámicas de poder, sino que cuestionan de maneras imprevistas y encarnadas lo dado. Ahí se despliega la esperanza como virtualidad presente que debe ser cultivada en un tiempo de profunda crisis. ¿Es posible, entonces, pensar crisis y esperanza al mismo tiempo?

III.Volver a decir “nosotras” en medio de la impotencia y el miedo

Las formas sociales de inestabilidad, informalidad y precariedad extrema impuestas en las últimas décadas producen un aumento de la impotencia y el miedo, que se convierten en engarces fundamentales de sujeción. La impotencia está ligada a la desaparición de los otros de nuestro vivir más inmediato y tiene su correlato histórico en el borrado de la memoria de las luchas colectivas que lograron y logran afianzar victorias y conquistar espacios decisivos de libertad. Un mundo sin otros es un mundo impotente. ¿Cómo actuar sin el otro? ¿Cómo, incluso, disentir sin el otro? ¿Cómo pensar sin el otro? ¿No proviene la fuerza, como afirma Juana Garrido, del Colectivo Hasta Encontrarles Ciudad de México, de quienes nos acompañan, y no se trata nunca de una cualidad individual? Y, sin embargo, ¿cómo decir “nosotras” en un mundo-catástrofe en el que lo común se ha convertido en un contrasentido y un verdadero desafío?

Producir pertenencia, arraigo o simplemente territorio habitable se ha vuelto una tarea tremendamente agotadora, individual o de pequeñas colectividades. El sujeto se va haciendo más extraño, si cabe, para sí mismo, no porque alguna vez no lo haya sido, sino porque las preguntas sobre su identidad y su pertenencia afloran de manera extenuante con la pérdida de los anclajes que mencionábamos. Este fenómeno se intensifica a través de condiciones impuestas por una economía cada vez más salvaje, que hace que la exclusión, e incluso la desechabilidad, se encuentren a la orden del día. El endeudamiento masivo de capas empobrecidas de la población y la obligatoriedad de sostener un espejismo de salvación individual basado en la superación, la formación o la sumisión a marcos laborales de explotación extrema, parecerían ser las únicas opciones disponibles. Ante una vida completamente amenazada, no es poca cosa sobreponerse cada día desarrollando todo tipo de estrategias; tarea que recae, principalmente, sobre las mujeres, encargadas históricamente de la reproducción y creación de vínculo, aun en las condiciones más difíciles. La imagen de miles de personas agolpadas diariamente en las estaciones del suburbano de Ciudad de México que conectan las periferias con el centro, en camino a jornadas laborales que van más allá del famoso “de sol a sol”, proporciona una medida de las condiciones de disciplina contemporáneas. Es en este escenario que debe comprenderse el miedo al que nos referíamos: miedo a no poder cuidar de nosotras mismas y de los nuestros; a enfermar y no poder trabajar, sin seguro médico y con posibilidad clara de despido; a no poder acceder a una vivienda; a ser llevada o asesinada de camino a la escuela o al trabajo; a sufrir un accidente ante cuyas consecuencias ninguna institución nos proteja —en la memoria reciente se encuentran las personas afectadas por la caída de la Línea 12 del Metro de Ciudad de México, esas mismas que deben desplazarse durante horas para ingresar a sus lugares de trabajo—; miedo, en definitiva, ante el incremento de la desprotección. El sentimiento de desafección crece en este escenario en que las condiciones de posibilidad del vivir han sido suspendidas. La relación con el otro pierde consistencia, tanto por la dificultad que implica hacer vínculo como por la pérdida creciente de su credibilidad. Cuando las relaciones de seguridad son anuladas, los vínculos sociales son puestos en tela de juicio. Ante esta realidad, el sujeto genera una capa de protección propia absolutamente ficticia, pero, en principio, funcional: permite una vida cerrada sobre sí en la que los afectos son parcialmente anestesiados. Entonces, aparece otra pregunta urgente: ¿cómo romper con esta inercia hacia la separación? ¿Cómo recuperar la capacidad de afectarnos en un mundo en el que hacerlo se ha convertido en algo profundamente doloroso?

IV. Aportes de los feminismos actuales

Es prácticamente imposible no contar con alguna imagen en nuestra memoria de las enormes protestas protagonizadas por las mujeres en los últimos años. Su impacto tiene que ver con la cualidad con la que se ha irrumpido en una serie de ámbitos que fueron vetados a la discusión pública en distintos países: las decisiones legales sobre el aborto, el manejo de las denuncias sobre los diferentes tipos de violencias, las desigualdades sexuales en los ámbitos educativo, deportivo, político, artístico, etc., el reparto injusto del trabajo reproductivo y de cuidados, con sus implicaciones en la generación de nuevas desigualdades transnacionales, o la defensa de los territorios ante el despojo de las multinacionales, liderada principalmente por las mujeres. La cualidad de esta irrupción se vincula con dos elementos decisivos. El primero es la incorporación de las dimensiones racial y de clase que provoca una torsión productiva en estos temas, en la medida en que permite disgregar las diferentes formas en las que se declina la opresión contemporánea. Se impone con fuerza la perspectiva de quienes no se encuentran en lugares privilegiados simbólica ni económicamente. Esta torsión desplaza los puntos de vista únicos: en lugar de limitar la capacidad de análisis de la política feminista, la amplifica. Las dificultades inherentes a un proyecto basado en las diferencias no son argumento para rechazarlas, sino el motivo para desarrollar nuevas miradas. Y emergen preguntas impostergables: ¿cómo se cruzan la clase y la raza en las distintas formas de dominación? ¿Cuáles son las violencias a las que están sometidas las mujeres en las favelas brasileñas o en la periferia de la Ciudad de México? ¿Qué mecanismos de denuncia reivindicados por las feministas son problematizados cuando no sólo no existe una institución que garantice un mínimo de acceso a la justicia, sino que son las propias autoridades las que cometen los abusos? Cuando introducimos esta perspectiva, se modifica la manera de percibir estrategias clave, como puede ser, por ejemplo, el separatismo. Como señala la Asamblea Vecinal Nos Queremos Vivas Neza, el trabajo contra la violencia se realiza en el territorio comunitario del que se es parte, junto a todas las personas que lo habitan. Esta perspectiva tensa las posturas feministas de los países del Norte, en las que se suele priorizar cierta distancia con los ámbitos asociados a violencias patriarcales, como la familia tradicional. Algo similar sucede, como explica Sylvia Marcos, en la cosmovisión de las mujeres indígenas, en la que las diferencias entre varones y mujeres son complementarias y no existe el deseo de eliminarlas, sin que esto se traduzca, necesariamente, en mayor sumisión o esencialismo. A través de estas nuevas miradas, puede observarse que introducir la perspectiva racial y de clase no tiene como objetivo sumar opresiones a una discusión sin sentido acerca de quién ostentaría una mayor cantidad de sufrimiento, sino de construir un marco nuevo en el que estas realidades resignifican las visiones hegemónicas que pretenden clausurar los sentidos del feminismo y de la realidad. 

El segundo elemento de la cualidad a la que nos referimos tiene que ver con los modos de hacer política de los movimientos de mujeres, que conecta con la comprensión contracultural de la política feminista de la Segunda Ola, a través de los procesos de autoconocimiento y descubrimiento del entre mujeres.[1] Las movilizaciones de las que han sido protagonistas en los últimos años, en especial en los países del Sur global —Argentina, México, Chile, Brasil, y, en el sur de Europa, España, con varias huelgas masivas; y sin perder de vista otros países como Polonia o India— han permitido ver cómo, al mismo tiempo que se critican frontalmente las estructuras patriarcales, el proceso organizativo revela y preforma el cambio cultural y sexual al que apunta la revuelta feminista. No se trata, simplemente, de reclamar a un Otro determinadas medidas —sea al Estado, los hombres o la sociedad—, sino de ensayar el mundo que se quiere en la práctica de la asamblea, así como en relaciones que modifican la autopercepción propia de las mujeres y la manera de entenderse como sujetos de cambio social.[2] Aparece una metodología feminista encarnada en movimiento que, en su despliegue, deconstruye las dicotomías imperantes en el pensamiento político clásico, tal como explica Raquel Gutiérrez, y de la que el conjunto de este libro pretende dar cuenta. Con ella, se desestabilizan esos pares y sus jerarquías: idea-cuerpo, razón-emoción, teoría-práctica, trascendencia-inmanencia, así como su profunda raigambre metafísica —la cual puede ser rastreada en la distinción platónica entre mundo inteligible y sensible, siendo el primero de los dos el que, según Platón, debería ser observado correctamente por los filósofos-gobernantes-políticos; no en vano Donna Haraway ha advertido sobre la funcionalidad en esta división original de la prevalencia de la mirada sobre el resto de sentidos—.[3] 

V. Contra el relato de la igualdad, la palabra revuelta de la revuelta feminista

Este ciclo de protestas ha cuestionado, por tanto, el relato de igualdad supuestamente alcanzado en buena parte del mundo que se impuso tras la Declaración y Plataforma de Acción de Beijing de 1995, a la que, recordemos, se sumaron 189 países. Las mujeres habían logrado su cuota de representación en la agenda mundial de las Naciones Unidas. Sin embargo, las desigualdades en los países del Norte no desaparecieron ni mucho menos; más bien se complejizaron y, en los países del Sur, el discurso de la igualdad sirvió, en no pocos casos, para taponar las gramáticas propias y las genealogías de luchas emancipatorias que no hunden sus raíces en la tradición feminista liberal ni ilustrada. Mientras los Programas de Cooperación Internacional y las Organizaciones No Gubernamentales competían en la década de los noventa por fondos económicos para proyectos de género que serían implantados en Latinoamérica desde lugares como España,[4] e introducían una serie de lógicas y discursos coloniales completamente ajenos a las experiencias organizativas regionales, aparecían nuevas formas de explotación para las mujeres, así como estrategias complejas de resistencia que esa deriva del feminismo profesionalizado, como lo llama Francesca Gargallo, no logró apreciar ni entender en su profunda importancia para frenar las tendencias antidemocráticas de la globalización. Este fenómeno coincidirá con la intensificación de las políticas neoliberales impuestas en esas zonas a través de los Planes de Ajuste Estructural y las políticas de monopolio de las finanzas que prepararon el terreno para la apertura de nuevos mercados de valorización y endeudamiento.[5] En este contexto de transformaciones, que tiene un gran impacto en la vida cotidiana de las mujeres en distintos territorios, la energía de las feministas será redirigida o bien hacia el marco de esas políticas profesionales o bien hacia prácticas feministas más minoritarias. La profunda distancia entre experiencias autónomas y políticas de género dominante en esas regiones hay que entenderla de la mano de este despliegue de la lógica neoliberal y las fracturas que esto produce.[6]

Un ejemplo de esta distancia puede observarse a través de Ciudad Juárez: ¿cómo entender los crímenes que tienen lugar desde los noventa sin la instalación de las maquilas que condensan las políticas de acumulación globales con sus condiciones de explotación extrema, gracias, entre otras cosas, a su ubicación geográfica fronteriza, allí donde es tierra de nadie? El aumento de estos terribles feminicidios no puede analizarse al margen de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte de 1994, que permitió la entrada masiva de estas fábricas en las que la explotación de las mujeres estaba y está a la orden del día. Los feminicidios de hoy se miran en el espejo de los de aquel momento, tal como advierte Araceli Osorio en este libro. De modo que, si entonces era imprescindible comprender las distintas formas de explotación del trabajo y del cuerpo de las mujeres para entender la violencia, hoy no parece que podamos, tampoco, realizar una profunda crítica a sus distintas modalidades sin un cuestionamiento del sistema en el que se articula y la identificación de las continuidades entre los distintos tipos de violencia. Las actuales protestas feministas parecerían rebelarse contra los discursos de la igualdad institucionales que mantienen la cautela en esta impugnación al conjunto del sistema. Los argumentos que se despliegan a lo largo de estas páginas a favor de esta radicalidad no son pocos. Las más jóvenes insisten: “Se trata de mantenernos con vida”. ¿No exige este acuerdo por la vida una transformación urgente de todas las bases políticas y sociales? ¿No queda suspendido, en la inesperada afirmación de este deseo de vivir, cualquier intento de hacer de la democracia o la igualdad meros formalismos? Y, quienes vivieron los años de profesionalización del género y su distancia con esa manera de hacer política, como Márgara Millán, tampoco dudan: “Un feminismo que no impugna el conjunto no me interesa”. Quizá lo que produce hoy que estemos ante un ciclo masivo de protestas es, precisamente, su radicalidad. En ella, en su capacidad de revolverlo todo y de dar forma a este nuevo pacto por la vida, aparece la esperanza.   

No obstante, un problema recurrente al realizar esta crítica es opacar los enormes esfuerzos feministas en la región latinoamericana, que resistieron, pese a todo, las embestidas despolitizadoras neoliberales: feminismos autónomos, feminismos lesbianos, comunitarios, descoloniales,[7] indígenas, transfeminismos y disidencias cuir y, por supuesto, también las iniciativas institucionales que tuvieron el coraje de llevar lo más lejos posible las demandas de las mujeres y las minorías —la lucha por la tipificación del feminicidio, el derecho al aborto en Ciudad de México y los derechos de las infancias trans son ejemplos ineludibles—.[8] Esfuerzos que hoy se amalgaman y transforman con este ciclo de protestas, dando lugar a encuentros realmente poderosos, como los que tuvieron lugar en los Encuentros Internacionales de Mujeres que Luchan convocados por el ezln; o a la presencia de integrantes del feminismo de las décadas pasadas en la organización autónoma asamblearia sin siglas de las recientes movilizaciones del 8 de marzo en la Ciudad de México; o a la intervención de las feministas y grupos de apoyo a víctimas de feminicidio que, como el creado en torno a Lesvy Berlín Osorio, fue clave para la creación de la primera Fiscalía de Feminicidio.[9] En estas nuevas conexiones parecería que se revela de manera más evidente que nunca la heterogeneidad propia del feminismo, así como su capacidad multiplicadora que permite operar al mismo tiempo en varios niveles, sin que ninguno le sea estrictamente más propio, la calle, los medios de comunicación, las escuelas, la academia, las instituciones, las redes sociales. En esta heterogeneidad y multiplicidad que desafía cualquier unidad totalizante radica su potencia. Se trata de una verdadera fuerza de afectación que desestabiliza lugares prefijados.

Efectivamente, las zapatistas hablan de la palabra que está revuelta. Y vemos cómo se produce esta revoltura en los cruces de las mujeres de la periferia con las del centro; las de provincia con las de la capital; las indígenas con las urbanas; las del Norte con las del Sur; las académicas con las activistas; las heterosexuales con las lesbianas; las que no se autodenominan feministas con las que sí; las jóvenes con las mamás que buscan justicia por sus desaparecidas y / o asesinadas. Estos encuentros son tremendamente valiosos, prefiguran políticas de lo común que amplifican mundos, así como la identificación de las violencias a las que nos enfrentamos en la actualidad; y son encuentros no exentos, ni mucho menos, de conflicto, que exigen una serie de condiciones. Para que la palabra esté revuelta se necesita una voluntad de escucha que, en este momento histórico, amenazado por tantas fuerzas conservadoras, constituye un desafío fundamental. La posibilidad de un diálogo realmente compartido pasa por habilitar espacios a las experiencias menos visibles, aunque éstas amenacen con trastocar certezas de partida. Por este motivo, el peligro más señalado en estas páginas, al que se enfrenta esta palabra revuelta, es a su cierre en torno a una identidad prefijada y la defensa de su pureza —según una jerarquía de opresiones y sufrimiento en la que, por mucho que se pretenda cerrar definitivamente, alguien siempre se encontrará por encima o por debajo—. Aquí, el pensamiento conservador se impone a la libertad y los lugares vuelven a ser repartidos según la identidad presupuesta de cada cual. ¿Cómo ser consecuentes con la apertura de la política como revoltura que es aquella que no tiene miedo a las diferencias y a la modificación de sí? 

VI. Más allá tanto de la unificación como del olvido del cuerpo

Después de décadas de rechazo, la palabra “feminismo” se ha convertido, en muchos países del mundo, en este nuevo ciclo de protestas, en un refugio. En el caso de México, será desde 2016, con la gran protesta nacional contras las violencias, inspirada en las movilizaciones argentinas, que su significado se convierte en un paraguas capaz de aglutinar el conjunto de malestares y el hartazgo que lo acompaña expresado por millones de mujeres. En este momento histórico, feminismo en singular no reproduce necesariamente un enunciado totalizante que, una vez más, ignoraría las diferencias o las revestiría de una falsa armonía. Hay algo más interesante en torno al uso de este singular. Durante la década de los ochenta se interrogaron las categorías unitarias con las que había sido forjada una determinada comprensión filosófica y política de la realidad de la que una parte del feminismo seguía siendo deudor. Es el momento en que se produce la crítica a estas categorías, como la del famoso “sujeto”, cuando el feminismo necesariamente se declina en plural, reconociendo la gran variedad de experiencias hasta entonces poco visibles. Y es en ese momento, también, que se hace posible una alianza virtuosa entre los feminismos de los países del Norte, que asumen la desestabilización de algunas de sus categorías fundantes, y los del Sur. Esta operación trató de llamar la atención sobre las posibles imposiciones de determinados relatos hegemónicos que no contemplaban la diversidad entre distintos países del mundo, pero también en el interior de un mismo marco nacional, como ocurre con los sures del Norte, demasiadas veces ignorados, pese al empobrecimiento sostenido de los sectores trabajadores y migrantes en esos lugares. Estos relatos que dan la espalda a la diversidad pueden, incluso, producir fuertes choques, como sucede con las valoraciones morales que algunas feministas vierten sobre la prostitución y la demanda de derechos de las trabajadoras del sexo ante unas condiciones extremadamente precarias. Actualmente, el desplazamiento crítico de los paradigmas clasistas, heterosexistas y coloniales, propio del feminismo de la Tercera Ola,[10] está siendo disputado por un feminismo que intentaría arrinconar esta pluralidad. Esta disputa se encuentra en la base de las recientes exclusiones de las personas trans de espacios feministas con el argumento de que, para que el feminismo mantenga su consistencia política, debe ser propiedad de las mujeres, definidas, en lo que puede considerarse una peligrosa involución conservadora, por la biología. Esta nueva frontera, que delimitaría quién es parte o no del feminismo, se declina en Europa como defensa de un supuesto proyecto feminista originario ilustrado que, ciertamente, no habría revisado sus presupuestos universalistas más que de manera atenuada.[11] En otros lugares, la mezcla de cierto feminismo radical,[12] junto al hartazgo de las mujeres ante la vivencia masiva y cotidiana de la violencia, estarían contribuyendo a levantar esta frontera. El argumento es que los caracteres corporales marcan a las mujeres de manera irreductible, exponiéndolas a situaciones incomparables a las de otros individuos. Sin embargo, esta postura limita de antemano el impacto que tienen las normas de género no sólo sobre cuerpos visiblemente femeninos, sino también sobre todos aquellos que desafían sus pautas obligatorias, como las personas trans, cuir o gais. Desde el feminismo no existe justificación alguna para minimizar el sufrimiento y las exclusiones a las que se enfrentan diariamente las personas trans en lugares como México, en los que su esperanza de vida no supera la media de los 35 años. Es muy interesante escuchar a Mujeres Organizadas de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam narrar su propio descubrimiento de la realidad trans y el modo en el que este encuentro cambió su postura. También es muy interesante para este debate la manera en la que Araceli Osorio plantea que un feminismo excluyente es contrario a las tradiciones; o la concreción con la que Raquel Gutiérrez sitúa en primer plano la diversidad realmente existente en las luchas feministas, más allá de cualquier debate teórico nominal sobre el sujeto del feminismo. Aquí es importante disputar las posibles derivas identitarias y excluyentes de cierto feminismo a partir de los esfuerzos de apertura, alianza y expansión que se hacen visibles en estas conversaciones y que no deben ser entendidos como lo otro del feminismo, sino como aquello que da forma a un proyecto feminista realmente transformador que tiene implicaciones desestabilizadoras que comprometen a la sociedad en su conjunto. “Feminismo” en singular, en este contexto, expresa una negativa a recluir la pluralidad en la otredad; es un gesto a favor de subvertirlo desde la heterogeneidad y la radicalidad.

En términos teóricos, el famoso debate sobre el sujeto del feminismo pareció quedarse varado entre dos posturas que no dejaron ver una tercera respuesta al problema contemporáneo de las diferencias que, sin embargo, parece abrirse paso de manera intuitiva en las luchas actuales. Cuando se produce el cuestionamiento mencionado a la política feminista que toma la diferencia sexual como único epicentro, y se interroga la construcción histórico-política de la identidad aglutinante de la Mujer, en ese momento, parecería que las opciones eran dos: por una parte, asumir cierto grado de diferencias que permitiese hablar de las mujeres, ahora en plural, pero sin renunciar a los valores de un proyecto feminista basado en la igualdad que exige mantener un presupuesto humanista integrador. El sexo, como límite material del discurso, sería el garante para aunar al conjunto de las mujeres: diversas sí, pero con un cuerpo esencializado que, pese a las diferencias ¿accidentales? las mantendría unidas. No vamos a entrar aquí en la cantidad de problemas que este presupuesto implica, sobre todo para un feminismo preocupado por la historicidad y la concreción cultural del género. Pero sí en la inquietud política que es causa de este tipo de respuesta y que está muy presente en los debates de la izquierda: sin un sujeto fuerte, fundado en la biología o en una ontología social, no sería posible sostener el horizonte normativo que la política emancipatoria requiere. Algunas autoras han tratado de matizar este proyecto universalista, asumiendo algunos de los peligros señalados ante las totalizaciones y reconociendo la diversidad, pero en términos, finalmente, de asimilación.[13] En efecto, el sujeto de esta operación no acaba de desprenderse de ciertas características que lo resitúan en la tradición racionalista ilustrada: ¿qué sujeto es capaz de trascender su misma experiencia si no el que ha sido definido íntegramente desde la razón? ¿Desde qué lugares no explicitados se definen los términos de la interacción entre diferentes? ¿En qué valores no discutidos se fundaría la universalidad del feminismo? La segunda opción, aunque es aparentemente opuesta, comparte la lógica interna del argumento anterior: al asumir las diferencias abiertamente, sin el límite impuesto por el sexo al que se aferra la primera postura, cualquier identidad aparece como un obstáculo, incluida la de las mujeres. Si en el primer caso el feminismo es de las “verdaderas” mujeres, en el segundo, la experiencia encarnada, el deseo y el inconsciente, dimensiones imprescindibles en la formación de la identidad, no sólo pierden relevancia, sino que llegan, incluso, a ser eliminadas.[14] En ambas opciones, la razón prevalece y el cuerpo desaparece: en el primer caso, se presupone y universaliza (algo de) lo femenino; en el segundo, la identidad, entendida en su entrelazamiento con la experiencia sensible, y no sólo como posición discursiva, se desplaza a favor de una noción idealista de sujeto. Esto vincula de manera peligrosa esta postura con la idea de elección neoliberal en términos de consumo para la que no existirían límites —se vuelven indiferentes los procesos biológicos, el cuerpo, las marcas raciales, las condiciones materiales de existencia, etc.—. Esta indiferencia de los límites es, precisamente, el peligro que la primera postura advierte ante la pérdida de la categoría unificadora de sexo y por la que, entre otras cosas, cierra filas a través de la delimitación del sujeto —en este sentido opera como coraza contra el relativismo—. En el primer caso, se reifica el sexo; en el segundo, se descorporeiza el género. ¿Y si ninguna de las dos posturas tuviese la capacidad de hacerse cargo del desafío contemporáneo de las diferencias? ¿Existe otra manera de afrontar este desafío?

En las luchas actuales que emergen en las calles de países como México, tal como puede leerse en estas conversaciones, podría encontrarse una salida a este atolladero: el sexo y el género, cuerpo y cultura, no se contraponen, sino que se entrelazan, y lo hacen de manera incompleta. Es decir, el cuerpo no puede, efectivamente, leerse sin la cultura de género que lo organiza, pero, al mismo tiempo, es algo más que género. No sólo porque haya que entenderlo siempre imbricado con otras variables de poder, sino porque ningún significado captura nunca de manera completa aquello que designa. Esto permite que los movimientos de mujeres afirmen su imperiosa, legítima y absoluta necesidad de estar entre mujeres, sin que esto conlleve una suerte de esencialismo identitario o de reificación de la diferencia sexual.[15] La apertura y la contingencia se imponen en esta relación no totalizante entre discurso y cuerpo. Aquí se hace posible afirmar las diferencias sin caer en una teoría discursiva que prescindiría de las corporeidades, reconociendo tanto la multiplicidad encarnada como las desigualdades que nos separan profundamente. Reclamo estar entre mujeres, afirmo las marcas de mi cuerpo, además de mi experiencia en una determinada posición social, en un determinado momento histórico, pero eso no significa que esta identidad clausure todo aquello que soy. ¿Puedo llegar en mi estar entre mujeres a ser algo inesperado que desmonte la cultura de género impuesta? ¿Es incluso el entre mujeres lo que paradójicamente me permite cuestionar mi identidad? ¿Existen formas de ser diferentes que sólo una cultura autónoma del entre mujeres hacen aflorar —y ahí nuestra deuda con las feministas de la diferencia de la Segunda Ola—?[16] ¿Puedo no sentirme identificada con el mandato de género femenino y, precisamente, por ello, estar entre mujeres para explorar y encontrar otras formas de ser? ¿No es en este proceso en el que identifico las violencias sufridas como mujer y, al mismo tiempo, en el que logro desmontarlas al encontrar estrategias de desidentificación y formas de vivir la identidad de género menos rígidas? Es fundamental que en este tiempo histórico comprendamos la enorme complejidad de esta forma de salir a las calles, en la que importa de manera profunda quién y de la mano de quién se toma el espacio público, sin que ello suponga reproducir una identidad a priori o totalizante.[17] Es lo que permite abrir los espacios políticos a otras identidades sin borrar las marcas de la experiencia de las madres que buscan justicia para sus hijas, las mujeres indígenas que se afirman a sí mismas en sus comunidades, las que arriesgan su vida en la periferia en su lucha contra el feminicidio o las personas trans que se enfrentan a una infinidad de exclusiones e inventan resistencias. Debemos reconocer el protagonismo, cada vez mayor, de las mujeres y de otros sujetos no normativos como protagonismos modulados estratégicamente en distintas situaciones y procesos. El problema contemporáneo de la diferencia no se resuelve restaurando un fundamento fuerte o, en el extremo contrario, haciendo insignificantes los cuerpos, sino reconociendo experiencias radicalmente distintas de partida que se cristalizan en identidades incompletas y precarias en constante movilidad y contaminación. En términos filosóficos: reconociendo la profunda imbricación entre materia e idea que impide tanto la reducción discursiva como el acceso a una materialidad presuntamente pura.[18] El reconocimiento de los problemas específicos y de las estrategias corporales de las mujeres y otros sujetos no normativos son fundamentales para el inicio de cualquier diálogo y proceso realmente democrático. El feminismo está hecho hoy, pese a las resistencias ilustradas y liberales, de una multitud de cuerpos que, desde las periferias del mundo, resisten al capitalismo y al heteropatriarcado. 

VII. Hacer mundo juntas

Todas las conversaciones juntas reconfiguran un verdadero mapa de los problemas filosófico-políticos de los feminismos contemporáneos. En esta capacidad de las distintas voces entretejidas para hacer emerger preguntas de carácter general es donde puede identificarse un interés de estas conversaciones, no sólo para los feminismos mexicanos, sino también para todos aquellos impulsos organizativos que intentan reconstruir los pedazos de este mundo hecho añicos e insisten preguntando “¿cómo es que llegamos aquí?” Este mapa pone sobre la mesa cuestiones clásicas, otras más actuales, pero todas ellas miradas desde el tiempo presente: la batalla por la libertad y la autonomía de las mujeres; la militancia de las mujeres en organizaciones mixtas; la invisibilidad de las propuestas indígenas y el fuerte impacto de su irrupción en el espacio público; la imposición de la globalización en términos capitalistas como respuesta contrainsurgente a los deseos democratizadores de una amplitud de sujetos tras la caída del muro de Berlín, como tan lúcidamente explica Guiomar Rovira; las difíciles relaciones entre descolonialidad, marxismo y feminismo en una izquierda ciega a las cuestiones feministas y raciales; las relaciones y tensiones entre los feminismos del Norte y del Sur; la teoría de la organización política que surge de los novedosos ensayos de los feminismos contemporáneos; las luchas contra la violencia y la fuerza mencionada del entre mujeres no esencialista; el debate entre justicia punitiva y otras formas de justicia, tan importante para enmarcar el profundo sentido que adquieren las acciones de sanación colectiva en contextos de extrema violencia; el papel de las víctimas, su potencia y sus peligros; las lecciones que emergen desde luchas como las de los colectivos de familias que buscan a sus desaparecidos; la redefinición del problema de los universales en términos de concreción y apertura (cualquier reivindicación para todas debe ser, al mismo tiempo, encarnada y contingente); o la misma potencia de la diferencia para un cambio de paradigma de la sensibilidad y de lo humano. Encontramos en estas conversaciones, efectivamente, una nueva manera de comprender lo humano que implica una relación distinta con el mundo afectivo, social y natural. Algunas interpretaciones rápidas podrían llamar a esto “cuidado de la vida”. Sin embargo, el concepto “cuidado” ha sido peligrosamente asociado a la naturaleza femenina en una vuelta de tuerca inesperada tras décadas de crítica a la ética reaccionaria del cuidado. Frente a estas viejas interpretaciones, extendidas bajo discursos subjetivos-emocionales de lo femenino, que dejan a sus espaldas los debates históricos de las feministas marxistas, así como de las fundamentales aportaciones de la economía feminista,[19] encontramos que cuidar no aparece nunca desligado de los esfuerzos de transformación de las comunidades y de las mujeres de este mundo-catástrofe, sea en la defensa del territorio o en la defensa de la libertad de todas. Cuidar implica, siempre, la pregunta por lo común.

Estas conversaciones quieren contribuir, entonces, a entender mejor el tiempo que habitamos y la revuelta que lo acompaña. Pero estas conversaciones son, también, afecto. Afecto por la generosidad con la que todas las participantes donan su historia, su experiencia. No se trata de un discurso prefabricado, sino de una reflexión sincera, plagada de dudas e intuiciones que avanza mirando de frente la crisis sin identificarse completamente con ella. Afecto porque sus palabras no dejan nada intacto: tienen la capacidad de conmover y remover. Y lo hacen desde el compromiso con la verdad y con la libertad. Como cuando las estudiantes afirman, aun sin conocer a Lesvy Berlín: “No fue un suicidio”, que es una manera de recordarnos el imperativo ético impuesto por las feministas contra la injusticia epistémica, “hermana, yo sí te creo”, y que apunta a una nueva manera de estar juntas desde la fidelidad, esta creencia en la otra, que se convierte en vínculo irreductible contra la separación. En este ejercicio de libertad, los corsés académicos son desplazados a un último plano a favor del compromiso completo con el pensar, con esa filosofía viva que reclamamos más arriba. Afecto porque, como dice Guiomar Rovira, hacer el mal es realmente fácil, lo difícil es hacer florecer la vida. Afecto porque las palabras emergen con la intención de no taponar la sensibilidad. Afecto porque, en este momento histórico de dominio de la lógica de separación, producir conexiones, entrelazamientos y complicidades es un modo distinto de hacer mundo, de defender e inventar la vida.


NOTAS

[1] Raquel Gutiérrez ha descrito la importancia de la actualización de este entre mujeres y las potencias políticas que lo acompañan: Gutiérrez, Raquel (2018), “Porque vivas nos queremos, juntas estamos trastocándolo todo”. “Notas para pensar, una vez más, los caminos de la transformación social”, Theomai, núm. 37, 2018, enero-junio, pp. 41-55.

[2] Aquí emerge un aspecto fundamental de una política deseante que suele ser invisibilizado en las interpretaciones de la política de izquierda centradas, exclusivamente, en el derecho y el Estado. Habría incluso que preguntar si es posible cualquier cambio real en el actual contexto de crisis sin esta dimensión creativa y productiva que trastoca la subjetividad y que están situando con fuerza las luchas de las mujeres en el centro de las reflexiones políticas. Pensemos en la “ternura radical” defendida por las más jóvenes, de la que hablan las Mujeres Organizadas de la ffyl: ¿no desafía el conjunto de las relaciones sociales impuestas por una sociedad violenta, apuntando a un cambio de paradigma y no sólo a una reivindicación de protección estatal y legalista?

[3] Haraway, Donna (1995), Ciencia, Cyborgs y Mujeres. La reinvención de la naturaleza, Madrid: Cátedra, pp. 323-339.

[4] En unas polémicas jornadas por su carácter transfóbico celebradas en España, en el marco de la Escuela Feminista Rosario Acuña, en 2019, Alicia Miyares explicó abiertamente cómo las mujeres de los partidos políticos usaron el concepto de género para conseguir financiación y viajar a América Latina a finales de los ochenta, aunque aquello suponía traicionar al feminismo e imponer lenguajes que nadie usaba en los países a los que acudían.  

[5] El trabajo de las argentinas sobre la deuda es clave para entender estos procesos: Cavallero, Luci y Gago, Verónica (2020), Una lectura feminista de la deuda ¡Vivas, libres y desendeudadas nos queremos!, Buenos Aires: Tinta Limón.

[6] Francesca Gargallo insiste en la importancia de pensar esta dinámica que produjo “una confusión entre los espacios del trabajo y la militancia, que, lejos de enriquecer al movimiento, redujo la dinámica libertaria del feminismo a la producción de conocimientos catalogables y a demandas homologables a las moderadas propuestas políticas que la tendencia liberal extrema de la economía consideraba aptas para la democratización de Latinoamérica”. Sin embargo, es optimista en cuanto al agotamiento de esta tendencia. Optimismo que no sólo compartimos, sino que consideramos se expresa con fuerza en la actual revuelta feminista. Gargallo, Francesca (2014), Ideas feministas latinoamericanas, México: uacm, p. 176. Otro texto importante, que permite elaborar un mapa crítico de estas dinámicas e importaciones discursivas en el feminismo, es el libro de Mendoza, Breny (2014), Ensayos de crítica feminista en nuestra América, México: Herder.

[7] Es importante tener en cuenta, a lo largo de este libro, la distinción entre la teoría decolonial y los feminismos descoloniales (con “s”). Estos últimos se distancian de los corsés académicos, retomando su relación con los feminismos otros y enfatizando su capacidad de impugnación de las categorías cerradas y las hegemonías naturalizadas, a favor de la apertura y los análisis complejos e interseccionales. Véase Millán, Márgara (2014), Más allá del feminismo. Caminos para andar, México: Red de Feminismos Descoloniales.

[8] Para un acercamiento a la historia del feminismo mexicano: Espinosa Damián, Gisela; Lau Jaiven, Ana (coords.) (2010), Un fantasma recorre el siglo. Luchas feministas en México 1910-2010, México: uam / Itaca / Conacyt; Barrancos, Dora (2020), Los feminismos en América Latina, México: Colegio de México; Lamas, Marta (2020), Dolor y política. Sentir, pensar y hablar desde el feminismo, México: Océano, en el que la autora recoge y sistematiza muchos de los acontecimientos más recientes del feminismo; y el libro mencionado de Francesca Gargallo (2014).

[9] Se trata de la Fiscalía Especializada para la Investigación del Delito de Feminicidio, creada en 2019 en la Ciudad de México, cuya titular es, actualmente, Sayuri Herrera, feminista y defensora de derechos humanos, abogada en el caso de Lesvy Berlín Osorio.

[10] Cuando hablamos de “Olas”, no es con la intención de imponer el paradigma de un determinado feminismo, sino de identificar preguntas filosófico-políticas que han sido abiertas en distintos momentos históricos y que, aun con declinaciones muy distintas en diferentes partes del mundo, muestran similitudes que permiten orientarnos. Desde este modo de comprender las Olas, en términos de preguntas, la primera habría puesto sobre la mesa el problema de la Igualdad; la segunda Ola, el de la Diferencia; mientras que la tercera habría abierto el problema de las diferencias en plural, dando lugar al florecimiento de prácticas múltiples y periféricas, así como a una serie de desplazamientos y diálogos no exentos de fricciones. Podríamos pensar si en la actualidad la pregunta filosófico-política a la que los movimientos feministas están convocando es la de lo común (que no hay que confundir con la de la igualdad o la unidad).

[11] Una de las filósofas referente dentro del llamado feminismo ilustrado, Amelia Valcárcel, es gran defensora del feminismo transexcluyente.

[12] Aquí se recupera el sentido que tuvo el feminismo radical a lo largo de la Segunda Ola, que priorizó en su análisis el antagonismo entre sexos. No obstante, hay que ser cautelosas a la hora de asumir categorías provenientes de otros países, como Estados Unidos, que pueden estar invisibilizando variaciones o reapropiaciones de los términos en otros contextos, como el latinoamericano, en el que este antagonismo incorpora una reflexión encarnada y muy viva sobre la raza y la clase.

[13] Esta postura puede apreciarse en la propuesta de Benhabib, Seyla (1992), El ser y el otro en la ética contemporánea. Feminismo, comunitarismo y posmodernismo, México: Gedisa. Benhabib habla de un “proyecto de universalismo interactivo posmetafísico” que, no obstante, mantiene un sentido normativo para la política feminista en el que no queda claro quién y a partir de qué criterios es decidido, de modo que se presupone un origen no explicitado de dicho proyecto; y también en el trabajo de Amorós, Celia (1997), Tiempo de feminismo. Sobre feminismo, proyecto ilustrado y posmodernidad, Madrid: Cátedra. Aquí, siguiendo a Benhabib, Amorós, asume una “deconstrucción débil”. ¿Qué contiene aquello que estas autoras no conceden desestabilizar? Efectivamente, la defensa de la “deconstrucción débil” abre la pregunta acerca de qué contenidos son aquellos que no podrían ser deconstruidos, siendo, generalmente, los presupuestos coloniales los menos interrogados. 

[14] Que la identidad sea un cierre provisional, y en cierta medida ficcional, ante estas dimensiones que la exceden y amenazan no significa que su formación se produzca ajena a las mismas.

[15] Ninguna subjetividad puede quedar reducida a la identidad. La identidad es una categoría social y psíquica referida a la conciencia (“yo soy mujer”). La subjetividad es un conjunto complejo de afectos de toda índole que impactan en el cuerpo y lo constituyen de maneras imprevistas, tanto conscientes como inconscientes. La subjetividad abre el campo de duda, de interrogante, de extrañeza: “¿quién soy realmente?” Cuando hablamos de identidad es importante no olvidar que convive con este otro campo. Desde esta óptica, no tiene sentido definir al sujeto sólo desde su identidad, siempre hay un murmullo incesante de elementos perceptibles corporalmente de los que la conciencia no da cuenta —no puede, no sabe, no logra, no accede—, pero cuya presencia abre la posibilidad de algo distinto. Suely Rolnik ha hablado, en este sentido, del cuerpo vibrátil (Rolnik, Suely [2019], Esferas de la insurrección. Apuntes para descolonizar el inconsciente, Buenos Aires: Tinta Limón). Hay algo de estos afectos que no pasa por la conciencia en las experiencias del entre mujeres que es importante no perder de vista. Leerlo sólo en términos de identidad anula esta complejidad y potencia.     

[16] En el proceso de reconstrucción y transformación de una subjetividad que no reifica la diferencia sexual, sino que logra abrir espacios de libertad en todas las dimensiones —cultural, simbólica y política—, los escritos de las italianas siguen siendo imprescindibles: Colectivo Mujeres Librería de Milán (1991), No creas tener derechos. La generación de la libertad femenina en las ideas y vivencias de un grupo de mujeres, Madrid: Horas y horas; y Lonzi, Carla (1970 / 2018), Escupamos sobre Hegel y otros escritos, Madrid: Traficantes de Sueños.

[17] Sólo una ojeada a las imágenes que acompañan este libro hace que podamos preguntarnos si no es, precisamente, la irrupción de esos cuerpos en ese momento la que desata esa fuerza radicalmente singular. ¿Qué quedaría de la revuelta feminista sin los cuerpos de las mujeres en las calles, afirmando con su presencia su irreductible derecho a vivir?

[18] Del presunto olvido de la materialidad ha sido acusada en no pocas ocasiones Judith Butler. Sin embargo, la lectura voluntarista de género, en la que éste sería un discurso manejado por el individuo a su antojo, está muy lejos de la noción de sujeto que podemos encontrar en sus textos, en la que el cuerpo siempre es un problema presente que limita al mismo tiempo que habilita la acción del yo. Uno de los aportes filosóficos más importantes de Judith Butler es haberse tomado completamente en serio las consecuencias de esta imbricación no jerárquica y no asimilable en su totalidad entre materia y discurso. No es que los cuerpos desaparezcan por la fuerza de las palabras, es que cualquier cuerpo es conocido a través de significaciones y representaciones que no elegimos. El cuerpo violentado femenino ha sido significado previamente como un cuerpo inferior, vulnerable y, en definitiva, asesinable. Por eso, el trabajo crítico teórico y artístico feminista de las representaciones y símbolos resulta fundamental. 

[19] Amaia Pérez Orozco es muy clara en este uso del cuidado como una herramienta transformadora del sistema en su conjunto, y no como una simple revalorización de una actividad femenina. Pérez Orozco, Amaia (2014), Subversión feminista de la economía, Madrid: Traficantes de Sueños.


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